En los últimos tres años, la economía en general y la industria financiera en particular han atravesado tres crisis consecutivas, que en parte se han superpuesto, lo que ha creado un remolino de efectos inesperados. En el primer semestre de 2020, la pandemia de coronavirus colapsó la actividad económica. Un año después, cuando el coronavirus parecía quedar atrás, el brusco rebrote de la demanda generó serios problemas de abastecimiento en las cadenas de suministro y encendió la llama de la inflación en todo el mundo. Ya en 2022, la invasión rusa de Ucrania constituyó una tercera disrupción que disparó los precios energéticos, especialmente en Europa, y quebró las expectativas de crecimiento económico.
Ante estos desafíos encadenados, el sector financiero ha respondido mucho mejor que en crisis precedentes. La mayoría de los indicadores que reflejan la solidez de su posición -de solvencia, de calidad de los activos, de liquidez, de rentabilidad- están igual o mejor que en la etapa prepandémica.
¿A qué se ha debido esta capacidad de resistencia de los bancos? Las razones son variadas. Por un lado, hay pocas dudas de que la superación de la pandemia fue posible gracias a la activa intervención de las autoridades nacionales y europeas, que a través de distintas herramientas -moratorias para hogares y esquemas de garantía pública para empresas, sobre todo- consiguieron amortiguar el golpe. También se mostraron eficaces las decisiones de los distintos gobiernos para paliar el impacto directo e indirecto en la economía de la guerra de Ucrania. Todo ello ha permitido mantener en niveles razonables las tasas de paro -un testigo esencial para la actividad crediticia- y también ha ayudado que familias y empresas estén mucho menos endeudadas que a principios de siglo.
Al mismo tiempo, los bancos han conseguido mantener abiertas las líneas de crédito gracias a sus fortalezas de partida. Los cimientos puestos por la Unión Bancaria, que a lo largo de los últimos años ha propiciado mejoras en áreas críticas como el capital, la morosidad o la gobernanza, y la profesionalización de los gestores de las entidades financieras explican su capacidad de absorción de los episodios de crisis. El contraste con la crisis de 2008 es evidente; en aquel entonces, la fragilidad de las instituciones de crédito les obligó a desinvertir de forma acelerada para reparar sus averiados balances, lo cual exacerbó la magnitud de la contracción económica.
Por lo demás, la brusca reaparición de las tensiones inflacionistas, pese a todas las desventajas asociadas, han facilitado el regreso a la normalidad de la política monetaria, tras más de una década de tipos de interés ultrabajos, con el consiguiente efecto beneficioso en el margen de intereses de los bancos.
Sin embargo, no deberíamos precipitarnos a la hora de sacar conclusiones y pensar que el camino está despejado. Una buena prueba de ello, son los episodios acontecidos estos últimos días en Estados Unidos y su repercusión en los mercados financieros internacionales. En efecto -si nos aislamos de estos sucesos-, el escenario ahora es relativamente favorable para el sector financiero, y es probable que ese contexto positivo se mantenga a lo largo de 2023, pero existen incertidumbres en el corto y en el medio plazo.
La principal incógnita es qué va a pasar con la renta disponible de las familias, en especial con las que tienen una hipoteca de vivienda. Si nos centramos en España, donde la mayor parte de los préstamos hipotecarios lo son a tipo variable, la subida del precio del dinero está teniendo un impacto considerable en los bolsillos de los ciudadanos, que a la vez están perdiendo poder adquisitivo como consecuencia de la inflación y cuyos ingresos están amenazados por el virtual estancamiento de la economía.
Este cuadro clínico constituye un gran reto para las entidades financieras. Para todas en general, ante la potencial amenaza de un deterioro de sus activos. Pero sobre todo para aquellas que están más expuestas a segmentos particularmente dañados por la subida de los tipos de interés o la inflación, como el sector inmobiliario, los préstamos al consumo, la financiación apalancada o las corporaciones intensivas en energía. Otros condicionantes adversos que no pueden ser pasados por alto son el impuesto sobre la banca (en el caso de España) y las necesidades de financiación que sobrevienen con el giro en la política monetaria y que podrían acabar derivando en una guerra por la captación de pasivo. La crisis por la quiebra de Silicon Valley Bank pone de relieve, en este sentido, la importancia de diversificar la vías de financiación y reforzar las ratios de liquidez.