Nos guste o no, en la banca se viven tiempos interesantes. De peligros e incertidumbres sobre convulsiones y desorden, pero también de oportunidades. Para empezar, la pandemia ha desbaratado el paradigma de la crisis financiera del 2006-2013 y las autoridades europeas han articulado medidas coordinadas para permitir a las empresas y particulares recuperarse del colapso sanitario social y económico.
En consonancia con esta política acomodaticia, los bancos han debido cambiar también su forma de reaccionar. En la crisis iniciada en 2008 las entidades, ante el brusco deterioro de su cartera de créditos, tuvieron que dedicarse sobre todo a recuperar activos inmobiliarios, con los resultados por todos conocidos. En esta ocasión, sin embargo, la batería de medidas aprobada por los gobiernos y las instituciones les ha permitido acompasar los ritmos de concesión, seguimiento y recuperación a las necesidades de los clientes y gestionar con tiempo sus problemas de viabilidad, especialmente en el caso de las empresas.
Los resultados de este doble cambio de enfoque son, hasta el momento, positivos, pese a que la pandemia se ha prolongado más de lo esperado. La morosidad sigue contenida y algunas de las medidas de emergencia adoptadas por el Gobierno (como la posibilidad de que algunos deudores soliciten quitas) apenas se están aplicando. Subsisten algunas incertidumbres, relacionadas sobre todo con el fin del periodo de carencia de la mitad más débil de los préstamos avalados por el ICO, que se producirá esta primavera, pero en conjunto el impacto de la pandemia ha sido de momento menor de lo esperado. La duda es cómo las medidas de alivio acabarán afectando al propio ICO y, en definitiva, al bolsillo del contribuyente. En todo caso, las repercusiones no han sido homogéneas. Algunos sectores económicos, como el agrícola o la industria extractiva, han salido bien librados, mientras que las empresas vinculadas con el ocio (hoteles, restaurantes, transporte de pasajeros…) han quedado muy dañadas.
Con las secuelas de la pandemia todavía muy presentes, pero quizás ya en su recta final, otro gran cambio emerge en el horizonte cercano: el desafío de la sostenibilidad. La presión regulatoria y supervisora para que las entidades financieras adopten cuanto antes los criterios medioambientales, sociales y de gobernanza (ESG, por sus siglas en inglés) es cada vez más intensa.
Ante esa ofensiva, ya no valen las teorías ni los buenos propósitos. Es la hora de tomar decisiones. El tren de la sostenibilidad ya ha salido de la estación y la única opción viable es subirse a él, aunque haya que correr por el andén para alcanzarlo.
Al clima de cambio e incertidumbre que se vive en el sector contribuye también la invasión rusa de Ucrania. La guerra, además de la tragedia humana que supone, es un cisne negro cuya trascendencia, en este momento, es imposible de determinar. La exposición directa al conflicto de la economía española y del sistema financiero es muy limitada. Ni las relaciones comerciales ni los compromisos crediticios son, contemplados globalmente, motivo de preocupación.
Sin embargo, el impacto indirecto de la crisis sí puede llegar a ser dañino. La amenaza de un empeoramiento de la inflación puede llegar a estrangular el crecimiento económico. No es descartable, por tanto, un incremento a medio plazo de la tasa de morosidad y del coste del crédito, sobre todo en los sectores económicos más perjudicados, como el transporte. La crisis puede también retrasar las expectativas de una subida en la zona del euro de los tipos de interés oficiales, que habría de suponer una inyección para las cuentas de resultados de las entidades financieras.
Cualquiera que sea la evolución del conflicto en Ucrania, los bancos deben controlar rigurosamente el cumplimiento de las sanciones impuestas por la Comisión Europea a Rusia y Bielorrusia, muchas de las cuales están vinculadas a las transacciones financieras. En las actuales circunstancias, el riesgo reputacional de no asegurar el cumplimiento de las sanciones es muy alto.
Otro elemento de perturbación es la irrupción en el tablero de los mercados financieros de nuevas dinámicas de negocio. Es el caso de los criptoactivos, que se están afianzando como un potencial nicho de rentabilidad para el sector, pese al recelo inicial de las entidades financieras. Ante la ausencia de reglas del juego y los consecuentes riesgos de conducta y de reputación, el mercado sigue dominado por los exchanges (plataformas online especializadas de depósito e intercambio). Sin embargo, los bancos tradicionales observan la inversión en criptoactivos con creciente interés, por sus elevados beneficios y por la demanda que detectan entre sus clientes, sobre todo entre los más jóvenes y entre los de mayor capacidad económica.
Otro de los ejes de cambio en el negocio bancario es la creciente importancia de los riesgos asociados al blanqueo de dinero y a la financiación del terrorismo. El blanqueo ha dejado de ser un problema vinculado al cumplimiento normativo, que es el tratamiento más común que recibe en las entidades financieras, y las autoridades europeas han apretado el botón de alarma ante la irrupción de nuevos elementos perturbadores que han elevado el listón de la amenaza, como es el caso de las monedas virtuales. En este escenario, la gestión debe ser dinámica, no reactiva, para anticiparse a los problemas.
En verdad, el sector financiero vive tiempos interesantes. Tiempos de cambio, desconcierto y dudas. Maldición o no, es lo que ha tocado, y hay que gestionar la incertidumbre con flexibilidad, espíritu de aprendizaje, liderazgo firme y conciencia de la necesidad de hacer las cosas de forma diferente. Es el momento de dejar claro que los bancos han dejado de ser parte del problema y son ya parte de la solución.